El ascenso de Ubour de la Casa Oberholtzer

De ninguna manera. En absoluto podía decirse que Ubour Blatya fuera un tipo corriente. Indudablemente, no era como sus semejantes. Con su esbelta figura y su corta melena lisa que casi rozaba sus hombros, era un joven por el que muchas chicas suspiraban. Y aunque nunca había contemplado el reflejo de su propio rostro, Retrato del joven Ubour Blatya estaba convencido de que era realmente atractivo. Quizá demasiado.
Pero él no se sentía uno de ellos. Era diferente. La añosa estirpe de la que procedía ya hacía tiempo que mostraba un rotundo rechazo hacia su comportamiento por ser una vergüenza para la memoria de su glorioso linaje, dignos portadores del apellido Blatya. Acabaron dándole la espalda, y como Ubour no soportaba la soledad, abandonó la tierra de sus antepasados que desde sus tumbas le recriminaban en lo que se estaba convirtiendo, en busca de un lugar donde fuera bien recibido. Pero por más que buscaba, allá a donde iba ahuyentaba a sus nuevos vecinos con su tez siempre bien bronceada que dañaba a la vista, y huían horrorizados ante aquel desacierto como almas que lleva el bendito.

Hasta sus mejores amigos se burlaban de él por su pavor a la oscuridad. Pero lo que de verdad no soportaban de Ubour era ese apestoso aliento que siempre le acompañaba, pues en su desayuno nunca faltaba una buena tostada frotada con ajo crudo, imprescindible para su existencia diaria. Me vigoriza, les decía, pero ellos no le hacían caso. Y también acabaron por abandonarle. Él no había elegido ser así, pero la realidad era que cada vez se sentía más solo. ¡Incluso alguien como él era necesitado de cariño!Estirpe Blatya
La última vez que estuvo con una chica fue catastrófico. De aquello hacía ya algo más de setenta años. Ella era cincuenta y dos años más joven, y preciosa. Se conocieron en un céntrico garito de moda, y lo primero que llamó su atención fueron sus perlados y afilados dientes. Después, sus maravillosas piernas perfectas. Tras la segunda copa, Ubour la invitó a su apartamento. Mientras ascendían al ático, él empezó a recorrer su cuerpo con sus labios lascivos, muy despacio, recreándose en cada recoveco de su joven piel, mordiéndole la boca con tanta dulzura que ella creía vivir, provocándole un placer indescriptible. Cuando alcanzaron su alcoba fue el turno de ella. Empujándolo sobre la cama, separó sus piernas y se sentó sobre él, procediendo a quitarle el cinturón y desabrochar su abultada bragueta con tal lentitud que Ubour estaba a punto de explotar. Tenían todo el tiempo del mundo. Pero antes de bajarle los pantalones, ella le abrió con fuerza la camisa arrancándole los botones y al contemplar su torso desnudo enloqueció.

Un bello crucifijo dorado brillaba sobre su piel morena, y ella no pudo soportarlo. Un grito estremecedor cruzó la noche y la muchacha volvió a salir por la ventana completamente horrorizada, soltando por su boca los más abominables desprecios. Ubour quiso ir tras ella, pero al intentar levantarse de la cama trastabilló con sus pantalones y estos se desprendieron con la misma rapidez con la que se enredaron entre sus piernas, sin poder evitar golpearse la cabeza contra el pico de la mesilla de noche, abriéndose una brecha de la que empezó a surtir un hilo de sangre. ¡Sangre! ¡Qué horror! Sentía auténtica aprensión por la sangre, aunque fuera suya. Así que cayó desmayado, y esa noche lo único que se corrió fue la voz de que Ubour no era una buena influencia para el vecindario.

Y así seguía él, a sus trescientos catorce años arrastrando una virginidad de la que no lograba despojarse. Apenas un chaval, un vampiro adolescente que estaba malgastando su juventud y su manceba fogosidad. Hasta llegó a temer por su no-muerte, sintiéndose en peligro. Aislado por los de su propia especie, solo le tranquilizaba saber que ningún vampiro podía aniquilar a otro, a menos que pusiera en peligro a la comunidad. Pero aunque este no fuera el caso, se temía que su comportamiento corrompiera a otros vampiros y siguieran su ejemplo.
Acabó por esconderse por las noches para evitar ser perseguido, disfrutando cada vez más de la compañía de humanos, ignorantes de su verdadera naturaleza. Sabía que existía un lugar en el mundo para él, y terminaría por encontrarlo.

Hasta que la conoció. Mara procedía de la estirpe de los Kipersztok, una rancia familia del norte que la desterró cuando contrajo aquel extraño mal. Mara, que había mordido los más ilustres cuellos de reyes y emperadores, ahora estaba condenada a mezclar el otrora delicioso manjar de las venas de sus víctimas con gaseosa. No soportaba el dulce sabor de la sangre recién extraída desde que bebiera aquella en mal estado de un príncipe con anemia ferropénica que la sentenció a no poder saborear de nuevo la sangre fresca. Para ella, conocer a aquel abstemio de sangre fue lo mejor que pudo ocurrirle nunca. Él, que había sido rechazado por las más memorables vampiresas, ahora compartía su eternidad con la más bella criatura del Universo.Orden de los Oberholtzer en Nosgoth

Juntos iniciaron una nueva descendencia, fundando la orden de los Oberholtzer en Nosgoth, un lejano territorio del sur donde cualquier individuo era libre de consumir su elixir predilecto bajo gruesas capas de protector solar, e idolatrar a quien gustase sin ser objeto de burla o acusación por su naturaleza, cultura o sexo.

R.I.P.

 

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