Marcel Proust o la senda hacia la felicidad

Este es mi sentido y humilde homenaje a Marcel Proust (París, 10 de julio de 1871, París, 18 de noviembre de 1922), con motivo del reciente centenario de su fallecimiento. Su novela «En busca del tiempo perdido» constituye una de las cimas artísticas del siglo XX.

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El escritor Marcel Proust en una imagen sin fechar (Heritage images)

Publicadas entre 1913 y 1927,  «En busca del tiempo perdido» consta de siete partes en las que el autor evoca sus recuerdos de vicios y ensoñaciones que formaron gran parte de su vida. La obra literaria de Proust posee un estilo muy característico e inconfundible, de carácter simbolista, muy descriptivo y de tiempo lento. Tras la muerte de su madre en 1905, su frágil salud se deteriora por culpa del asma. A partir de ahí, se abandonó durante quince años para dedicarse exclusivamente sin ser molestado a su obra maestra, «En busca del tiempo perdido» (À la recherche du temps perdu). Hace 100 años que murió, y sus palabras totalmente actuales nos siguen mostrando la senda hacia la felicidad. 

Escribí este breve relato mientras esperaba mi turno en la consulta del médico, y he querido transcribirlo tal y como surgió de mis entrañas.

Viernes 16 de diciembre. 9.20 h. a.m.

Otra inquieta noche de irrealidad

«Supuse que ya llevaba varias horas durmiendo. Me desveló la tenue luz que se filtraba por la rendija inferior de la puerta cerrada de mis aposentos, imaginando que el alba asaltaba mi lecho. Pero la centelleante luz de una vela que arrastraba tras de sí sinuosas sombras que se balanceaban armoniosas tras ella, y que yo intuía más que veía a través de mis viciados ojos desde la postura horizontal que aún conservaba, me indicaba que la noche estaba lejos de languidecer. Pensé que la persona que la portaba dudaba entre cruzarla o esperar a que me decidiera a hacerlo yo.

Una estrella fugaz cruzó el firmamento tras mi ventana, y desapareció en la noche infinita segundos después, dejándome claro que aún faltaban muchas horas hasta el amanecer, contrariamente a lo que mis adormilados sentidos intuyeran apenas unos minutos antes, ahora heridos por la vigilia que se abría expectante ante mí. ¡Qué engañado estaba! Pensar que ya había dormido suficiente cuando aún tenía toda la noche por delante. 

La luz bajo la puerta insistía a cerca de sus propósitos, aunque yo no dudaba de que no sería el primero en atravesar esa barrera que me separaba de la lucidez. El silencio era absoluto, apenas roto por el susurro de unos pies descalzos que se deslizaban a pocos metros de mí, como queriendo avisarme de que de un momento a otro se atrevería a romper la monotonía de mi cuarto. Me resistía con todo mi empeño a que el desvelo se volviera a apoderar de mí otra noche más, y la figura que se apostaba tras la puerta no terminaba de creer que yo estuviera tan absorto en mi sueño como para no advertir que se encontraba allí, esperándome. El crujido de la madera parecía presagiar lo inevitable, pero el breve resquicio de luz que brillaba bajo mi puerta seguía allí, temblorosa, y yo me alegraba de que no acabara colándose en mi dormitorio a través de algún hueco mayor. Cualquier asunto que la sombra del otro lado quisiera comunicarme podría esperar al nacimiento del nuevo día. El crepúsculo, sin ninguna duda, no era el medio adecuado para tener plática alguna, cualquiera que fuera la razón de aquel sujeto. Podría tratarse de cualquier morador de la casa, mas no sería yo quien averiguara su procedencia y su fin, atrapado como me tenían mis viejas mantas que tiraban de mí y no me daban lugar a escapar.   

La oscuridad del otro lado de la ventana se coló en mi estancia inundándolo todo de negror, tal y como yo prefería, espantando por un momento la luz del corredor que achicaba su brillo según se alejaba para, instantes después, arrepentida, retrocediera hasta su punto inicial, insinuándome que tendría la paciencia suficiente como para esperar mi pleitesía toda la noche si hiciera falta. 

Habituado a largas noches en vela, no tuve ningún remordimiento de esperar a que la sombra del otro lado de la puerta se hartara de esperar y su entereza se diluyera en la espesura de la noche resignándose así a su fin. ¿Se trataría, acaso, de alguno de los criados, o de algún zagal corriendo tras una asustadiza alimaña? ¿O tal vez del anciano de al lado que zanganeaba por toda la casa mientras sus ocupantes aliviaban su cansancio en sus lechos? No me importaba, empezaba a aturdirme desesperado ante la idea de otra noche en vela a la que mirar a la cara, desafiándola, hasta que mis párpados ya vencidos cubrieran sus cansados ojos, quizá, en esta ocasión, para siempre».    

 

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